La conocí un sábado la noche en Marbella.
Era, seguramente, la más borracha
de cuantos borrachos se agitaban a mí alrededor
en el torbellino de copas y petardos
que ante mi confusión de adolescente pueblerino
veía en las terrazas del puerto deportivo.
Alta, delgada, sin freno... y sola,
la pieza apetecida por cualquier cazador.
Al abordarla supe que era yanqui del este,
que trabajaba en New York de enfermera,
y que acababa de llegar aquella tarde
con un compañero que al conocerlo
supe que era negro y maricón,
además de un fumeta insaciable.
Algo más de una hora diciendo y escuchando tonterías
sobre Whitman y sus Hojas de Hierba.
Una hora tropezando con ese inglés dichoso
mientras solo pensaba en bajarle las bragas.
Cuando la llevé a la orilla de ese mar tranquilo
que se mostraba indiferente con todos los milagros
pude comprobar que era imposible bajarle nada,
porque nada llevaba.
Cómo podía imaginar que era tan puta
aquella enfermera americana
que si en vez de diez días se queda un mes
me mata a polvos
en aquella lujosa habitación del Pepe Meliá
que fue incapaz de acallar los aullidos
que aquella hembra ardiente,
algo flacucha
que, eso sí,
pagaba bien y cada día.
De Bajo la Piel y el Tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario