Tuvimos
suerte, había una mesa libre. Mientras caminábamos hacia ella escuchábamos que
en varios grupos se hablaba inglés y en otros alemán. Cerca de donde nos
sentaríamos una mujer le pedía a un niño que comiese un poco más, y lo hacía en
español. Al fondo, una pareja comía caracoles mientras bebía gin-tonic. Debían
de ser americanos; la camiseta de ella, que en realidad era una bandera les
delataba.
Nos
sentamos. Mientras esperábamos al camarero tuve ocasión de ver como dos chicas
de modelada figura se tumbaban sobre la blanca y limpísima arena de la playa mientras que sus acompañantes masculinos se dirigían al embarcadero para alquilar
algunas piraguas. Niños jugando al sol mientras sus madres les observaban bajo las
grandes sombrillas de paja. Muchos adolescentes que aprovechaban los juegos
para rozar con disimulo sus cuerpos semi desnudos. Jóvenes ancianos que reían
alegremente en torno a cervezas sin alcohol y zumos. Todo era bello y natural.
Desde la
distancia nos llegaba una música de acordeón. Era un numeroso grupo que celebraba
algo, quizás estar vivos, bajo la sombra de los árboles del merendero.
A nuestra
izquierda y a cinco minutos a pie, sobre una suave colina, se erigía magnífico
el hotel. Un cinco estrellas de 31 habitaciones que entre otras cosas tenía
piscina de agua salada y observatorio astronómico. Debía de ser hermoso mirar
ese cielo una noche clara de verano, pensé. Me contaron que lo construyeron
sobre un antiguo edificio colonial de épocas ya pasadas.
Después de
comer nos daríamos un chapuzón en aquellas aguas sin algas ni medusas, cálidas
e íntimas como el lugar que por azar habíamos descubierto.
Uno de los
camareros, con cierta dificultad y mucha simpatía nos preguntó si era la
primera vez que visitábamos la zona, a lo que respondimos que sí. No tardó un minuto
en tener sobre la mesa folletos y mapas de todos los tamaños y colores con
información sobre los pueblos que constituían la comarca. Nos recomendó la
visita al mini parque que recreaba un antiguo poblado minero en donde habían
replicado las primitivas casas y la vida de entonces.
Al atardecer
podríamos visitar la exposición de fotos del lugar y después, recorrer aquellos
singulares paisajes donde se funden el olor del azufre y de la historia. En los
próximos años, nos dijeron, pondrían en marcha el antiguo ferrocarril minero.
Teníamos que
marcharnos y así lo hicimos, pero a duras penas y con el corazón encogido y
prometiendo volver para conocer en profundidad aquella zona que no es, como
podría parecer por esa playa de arenas blancas y limpias Saint Tropez ni
Mallorca, sino la Mina de Santo Domingo, en el Alentejo portugués. Un pueblo de
setecientos habitantes que no tiene mar ni río, pero sí gente con imaginación
suficiente para sacarle rentabilidad al patrimonio que la mina y la historia
les dejó.
Después se
enfadarán si llamo inútiles a los alcaldes del Andévalo. No sé qué pintan. Con
haber leído las 10 páginas que la Fundación Forja Siglo XXI hace sobre
propuestas de actuaciones y posibles proyectos a desarrollar en el Andévalo creen
haberlo hecho todo.
Estos,
seguramente, son incapaces no sólo de leer todo el documento, que no es extenso
ni útil por cierto, sino de comprender que el dinero de Europa era la garantía
de lo que podríamos ser en el futuro. Tampoco parecen darse cuenta estos señores de que se irá por el sumidero del despilfarro dejándonos vacios de
realidades y de sueños.
1 comentario:
Cuanta cordura y que bella descripción del lugar al que queremos ir esta misma semana. Un saludo desde la Sierra donde la clase política rivaliza en inutilidad con la del Andévalo.
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