Llovía en Saint-Tropez. Era agosto y de noche.
Frente al mar, cuando llueve, no apetece hablar.
Menos aun cuando la compañía son artistas malditos
que consumieron hacía tiempo su cuota de esperanza.
Demasiado tiempo viviendo entre fantasmas
para otra cosa que el dolor o el placer.
Cuando millones de lágrimas caen frente a ti y te sientes solo.
Cuando la nostalgia te acorrala y eres incapaz de acallar
esa voz interior que supura dolor
mejor buscar un bálsamo que sosiegue al demonio o al ángel
que a veces nos domina. Fumar ayuda.
La maría es una dama que sabe acunar la armonía
susurrándole al alma una melancolía embriagante
que te atrae hacia dentro pedazos de un dios complaciente
que te socorre en el mismo borde del abismo.
Era agosto y llovía. Yo tenía veinte años.
Vivía en Saint-Tropez, en una casa frente al mar.
Siempre con los ojos hinchados y el alma distendida.
Intercambiaba más que confidencias con una rubia escultora
recién llegada de Jamaica de la que hoy, sobre todo, recuerdo
sus movimientos lentos, y la pasión extraña
con que insistía en que por detrás y arrodillada.
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