"La democracia en que vivímos es una democracia secuestrada, condicionada, amputada..." José Saramago.
Aunque los últimos años del franquismo fueron de prosperidad
económica, y que el aumento del nivel de vida experimentado en España había
servido para introducir a los españoles en la sociedad de consumo, los cuarenta
años de obligado ayuno democrático hacía del pueblo español un pueblo
insatisfecho. Anhelábamos parecernos a los países de nuestro entorno,
integrarnos en una Europa que históricamente nos daba la espalda, y esto nos obligaba
a introducir urgentemente cambios en el modelo económico y social. Por ello,
la apertura política y económica no podía demorarse. Movidos por el sueño de
alcanzar algo difuso que por entonces se llamaba Libertad, y, alentados, por no
decir dirigidos, por quienes veían un universo de posibilidades y ganancias en
esa rápida apertura de los mercados, se comenzó a preparar el tránsito hacia la
democracia.
En junio de 1977, el mismo año que en España se padecía una
inflación del 25%, los españoles votaban a sus representantes en las cortes. En
1978 se hacía lo propio con la Constitución. Una-otra- fuerte depresión
económica mundial provocaba un presente difícil y anunciaba un futuro
dramático, aunque eso pasaba a segundo plano, ya que en aquella España de
cambios todo eran parabienes: las minorías financieras tenían garantizado el
botín con la economía de mercado; el Rey, designado por el dictador Franco,
incluida la monarquía en el paquete constitucional, era ya el Rey de todos los
españoles; la clase política asumía todo el protagonismo y el poder absoluto,
obteniendo, además, la vitola de democrática con pedigrí; y los españoles, como
ya podían depositar una papeleta en una urna, tenían esas ganas de sestear
propia de quien ha comido copiosamente después de un largo ayuno.
Por resumir, diremos que las reformas y pactos que se
promovieron perseguían principalmente dos objetivos: la construcción de un
Estado descentralizado, y la imposibilidad de hacer política desde un espacio
alejado del centro político. Quienes quisieran estar incluidos en el juego tendrían
que renunciar a idearios que pusieran en peligro cualquiera de los dos
objetivos. Tejero y compañía pensaron que el pueblo español necesita siempre un
amo, pero fracasaron. No hacía falta un amo, que esperaba un Felipe González
que, ungido por el dinero de los alemanes, y designado por Armada como su segundo de triunfar el golpe, se sabía el Mesías. El pueblo,
ingenuo, miraba con preocupación y motivo a la derecha, pero no estaba preparado
para advertir los peligros llegados por la izquierda, y, los más despiertos,
estaban, por el asunto de los pactos, obligados a la prudencia. Ese camino, por
lo tanto, estaba despejado y había que aprovecharlo; sólo era necesario renunciar a las señas de
identidad si alguien se quería quedar con la tarta. Así, de perder los
referentes históricos en Seresnes a perder la vergüenza hubo poco. Y de ahí al
descarado saqueo de ayuntamientos, autonomías, y hasta del Estado mismo hubo
menos. La democracia parecía vigilada, pero nadie vigilaba a los vigilantes. Sencillamente, hacían
lo que les daba la gana mientras despejaban el camino para el advenimiento de
unos mercados que cada vez acumulaban más deuda española.
Al pueblo, ante tanto reajuste económico, reconversiones, rigor presupuestario y latrocinio había que ofrecerle
algo, y la solución ya estaba escrita desde hacía siglos: pan-subvenciones y
subsidios-, y circo- entretenimiento y propaganda-.
Para consolidar el sistema que promovían y financiaban desde
más allá de nuestras fronteras, era vital desactivar a la Sociedad Civil
española: controlar los medios para manipular a la opinión pública, dormir o
comprar a las organizaciones sindicales, dividir a los grupos progresistas en
multitud de ONGs cada una con sus propios intereses, alejar a los ciudadanos de
la política confundiéndoles con la reducción de derecha –PP- e izquierda- PSOE-
con la sola idea de promover un bipartidismo que son las dos caras de la misma
moneda. Si la reducción de individuos a meros votantes fue importante, más lo
fue el distanciamiento intelectual de los grupos sociales mediante el control
sobre la educación.
Para cuando algunos dieron la voz de alarma, el pueblo
español era portador de un silencioso virus totalitario que ya se había introducido
en las calles, generalizando la inconsciencia, y provocando la estupidez y un analfabetismo
político contra el que ya nos había advertido Bertolt Brecht y que,
seguramente, es la madre nutricia de ésta democracia. Decía Brecht que:
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