
Hoy hace 354 días que vivo en las tinieblas del
paro, caminando con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha para no mirar el horizonte. Marchito.
Desterrado de todo lo que fue lo cotidiano. Sobrado de suspiros y cabreos. Perdido. Soportando que cada día sea una nueva
punzada de rabia que malgasto en nostalgias, un clavo del que vivo colgado y que se deshace como una galleta barata en un café
caliente. Todo me desvela. Pensar en no poder pagar la hipoteca, en los plazos
del coche, en la mísera pensión que me quedará cuando llegue el momento si es
que para entonces queda algo en la caja, escuchar los latidos asustados de los corazones de mis hijos, los silencios resignados de mi mujer, el rechinar de mis dientes,...en fin. Antes me sabía maltratado y violado
por la rosa y ahora me siento sepultado por toneladas de excrementos de
gaviotas, y no puedo dormir. Cuánta ceguera
hemos amontonado para llegar aquí. A cuánto miedos nos hemos atado en nombre de
la supervivencia. Cuánto silencio cómplice sembró el paisaje desolado que hoy
nos acorrala. Me acuerdo de quienes manteniendo un rumbo equivocado nos han estrellado
contra una pesadilla, y me pregunto que si no ven que los visionarios de la
nueva ruta son guías ciegos que nos conducen a
una encrucijada por donde vagaremos miserablemente buscando una esperanza que no existe en el
cadalso. En el latido de esas horas nocturnas tengo tiempo para contemplar con
pena mi naufragio, el naufragio de tantos que como yo esperábamos ver realizadas tantas
promesas que nunca llegaban, y que ahora somos consumidos como un leño seco en
la hoguera de un tiempo hecho de infinitas combinaciones de mentiras y desengaños. Para nosotros, para los que ya
tenemos la edad de las migajas y somos guardianes de la madrugada, la puerta al futuro parece infranqueable. El apeadero en donde el tren de la vida se ha
detenido para que podamos ser fulminados por el rayo de la sombría
desesperanza. La esperanza, la poca que quedaba, se ha perdido en alguna de las
siniestras simas de Wall Street, y allí parece extinguirse asesinada. Parece
que nuestro mañana tiene vocación de abismo, de lágrimas de sangre y sueños
sometidos. Creo que se ha abierto un tiempo que no es bueno para nadie, el aire huele mal. Los padres y los hijos
nos disputamos los restos. Somos una tribu de sombras condenada a errar
eternamente por un páramo yermo, agarrada a un currículo que nadie leerá. Y lo peor es que nadie parece entender los planos
del laberinto en que nos encontramos. Y eso no me deja dormir.
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